La nobleza de mancharse las manos

Asolfo_Suárez_José-Luis-SanchisAyer falleció un hombre bueno. Y un político mejor. A mi edad, realizar estas afirmaciones tiene un sentido especial. En la vejez que peino no hay lugar para el artificio ni la condescendencia. La ventaja de hacerse mayor (de las pocas) es que cada año que pasa resulta más fácil llamar a las cosas por su nombre.

Tuve la suerte de acompañar a Adolfo Suárez en un periodo histórico de nuestro país. Y, sin ningún tipo de duda, puedo afirmar que estuvo más allá de lo que cabría esperar de cualquier político u hombre de Estado forjado durante la oscuridad de la Dictadura.

La explicación de esta singularidad hay que buscarla en la propia esencia de su historia. A Adolfo Suárez nunca, nadie, en ningún lugar, le regaló nada. Después de más de 130 campañas electorales tengo la certeza de que hay dos tipos de candidatos, dos tipos de políticos. Aquellos a los que les han dado todo, y los otros, aquellos a los que no les han regalado nada.

A partir de este pasaporte genealógico puede pasar cualquier cosa. El de alta cuna puede resultar un político fantástico y el hecho a sí mismo un sinvergüenza. Pero hoy no hablo de generalidades, hablo del hombre que trajo la democracia a España. Y eso, moleste a quien moleste, sigue siendo lo más sobresaliente que se ha hecho en los últimos 40 años en España.

Suárez entendió este país como nadie porque lo vio desde abajo a arriba. Y en su ascenso no derivó en un arribista sino en un hombre de Estado. Los hombres forjados sobre el esfuerzo saben lo que es mancharse las manos. El trabajo duro, el sudor de la frente, la dureza del destino.

Me complace recordar al hombre, al político, al amigo con ese áura de imbatibilidad. En la cercanía, en aquellos tumultuosos finales de los 70 y principios de los 80, dimos por sentado demasiadas cosas. Por ejemplo, que políticos como Suárez se reproducirían con relativa facilidad en la España democrática. Éramos unos incautos. Y lo seguimos pagando.