Artículo escrito junto a Luis Tejero, periodista y consultor político, y publicado en la tribuna de El Mundo el 31 de enero de 2014
El electorado progresista español se ha dividido siempre entre varias alternativas, desde las más consolidadas a lo largo del tiempo (PSOE o IU) hasta otras relativamente recientes.
Por el contrario, los conservadores sólo han tenido una opción a la que votar, al menos a nivel nacional, desde hace 25 años. Sólo unas siglas con las que identificarse: las del PP. Porque este partido, primero con José María Aznar y ahora con Mariano Rajoy, lleva más de dos décadas sin enfrentarse a ningún tipo de competencia en el espacio ideológico de centro-derecha. Es cierto que la posición de UPyD hace que buena parte de sus votos provengan de ese centro-derecha, pero hasta el momento no han sido suficientes para amenazar la hegemonía popular entre ese sector de la población.
Esa situación privilegiada que han vivido Aznar y Rajoy desde los años 90 parece tener fecha de caducidad. Porque a partir de las elecciones europeas del próximo 25 de mayo, y previsiblemente también en las municipales, autonómicas y generales de 2015, el PP podría dejar de ser la única opción natural para los votantes más inclinados hacia el centro-derecha. Y no sólo por la mencionada posición de UPyD, sino sobre todo porque un grupo de ex militantes, víctimas de ETA e intelectuales desencantados con Rajoy ha decidido embarcarse en un nuevo proyecto, bautizado Vox, que pretende arrebatarle al partido gobernante una porción de la tarta electoral.
Excluyendo a formaciones nacionalistas como CiU o el PNV, la última vez que alguien arañó votos al PP desde posiciones conservadoras fue Adolfo Suárez en 1989. El Centro Democrático y Social (CDS) cosechó entonces 1,6 millones de sufragios y 14 escaños, pero su declive ya era imparable y ningún otro partido tomó el relevo en las sucesivas citas con las urnas. Así fue como los populares consiguieron aglutinar el voto centroderechista y ganar tres de las cinco últimas elecciones generales, dos de ellas por mayoría absoluta.
¿Puede Vox alterar ese predominio del PP? Sería precipitado asegurarlo, puesto que ninguna encuesta recoge aún el impacto que podría tener el partido impulsado por José Antonio Ortega Lara, Santiago Abascal y Alejo Vidal-Quadras. Pero un primer análisis sugiere que la irrupción de esa nueva opción política, sumada a la acentuada caída que Rajoy viene sufriendo en los sondeos de intención de voto, podría transformar decisivamente el reparto del poder en España para los próximos 5 o 10 años.
Vox aspira a captar la atención —y en un futuro, el apoyo— de los ciudadanos más sensibles con las cuestiones de la soberanía nacional y la lucha contra ETA. Para ello, sus promotores hacen bandera del endurecimiento de la política antiterrorista, de la defensa de la unidad de España o de la supresión de los Parlamentos regionales, entre otros temas. «La descentralización […] ha agudizado las tensiones centrífugas y ha puesto a España al borde de la desintegración. Nuestro Estado autonómico es políticamente inmanejable y financieramente insostenible», advierten en su manifiesto fundacional.
Se define Vox como una formación «de centro-derecha, moralmente conservadora, económicamente liberal y moderada en sus planteamientos». Por tanto, previsiblemente intentará persuadir a aquellos votantes que, en una escala ideológica del 0 al 10, se ubican a sí mismos en un rango desde el 6 hacia la derecha (casi una quinta parte de los españoles, de acuerdo con el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas del pasado diciembre).
La tarea de pescar en los caladeros tradicionales del PP no es sencilla. En la ciencia política, ya desde André Siegfried (1930) sabemos que los electores suelen basar su voto fundamentalmente en la fidelidad partidaria. También los autores de la escuela de Columbia, en los años 40, advirtieron de que las campañas electorales tienden a reforzar los cleavages o las divisiones preexistentes respecto a la imagen de los partidos.
Aclaradas esas consideraciones, una estrategia exitosa podría darle al partido de Ortega Lara entre un 3% y un 5% de los votos a nivel nacional. En el primer caso seguramente entraría en el Congreso, aunque no alcanzaría más de uno o dos escaños debido al tamaño de las circunscripciones y al reparto que establece la Ley d’Hondt. Aún más relevante, ese hipotético resultado podría provocar que el PP perdiera quizás una decena de diputados respecto a las previsiones actuales, que ya le restaban alrededor de medio centenar de parlamentarios respecto a las elecciones generales de 2011.
Esta proyección no implica que los escaños que pudiera perder el PP fueran directamente a Vox, pero sí significa que la caída popular propiciaría un aumento en el número de diputados del PSOE, IU, UPyD o las formaciones nacionalistas. Y, por tanto, que las posibilidades de Rajoy de continuar un segundo mandato en La Moncloa prácticamente se desvanecerían.
En el otro escenario más optimista para Vox, con un 5% de los votos, los de Ortega Lara ocuparían probablemente de tres a cinco escaños y favorecerían una caída del PP en torno a los 15 diputados. A ese desplome habría que sumar los asientos que ya parecían perdidos antes del nacimiento de Vox como consecuencia del lógico desgaste de dos años al frente del Gobierno.
Un panorama como el descrito anteriormente —todavía pendiente de contrastar con los sondeos de los próximos meses— supondría con casi total certeza el fin del Gobierno del PP y también el debilitamiento del bipartidismo, en medio de una notable fragmentación del Congreso entre formaciones conservadoras y progresistas, nacionalistas y no nacionalistas.
En un paralelismo con los hallazgos de Fred Vine (1963) sobre la teoría de la tectónica de placas, podemos afirmar que hoy existen cuatro espacios diferenciados en la política española. Por un lado, una derecha que corre riesgo de fractura; por otro, una izquierda en la que presumiblemente se producirá una transferencia de votos desde el PSOE hacia IU; y por último, los nacionalistas de derecha y los de izquierda, que se mantienen relativamente estables.
Es pronto para pronosticar lo que ocurrirá en unas elecciones que aún no están convocadas y para las que todavía no hay candidatos declarados. Puestos a barajar hipótesis, podría incluso darse la situación de que Vox tuviera que conformarse con un respaldo casi simbólico en las urnas, en torno a un 1%, lo que supondría un fracaso similar al que protagonizaron Miquel Roca y su Partido Reformista Democrático (PRD) frente a Manuel Fraga, en 1986.
También es cierto que eran otros tiempos. Ahora los nuevos partidos —sea Vox o el proyecto izquierdista Podemos— tienen acceso a tecnologías que les permiten darse a conocer entre la población más fácilmente que hace unos años, lo que reduce su dependencia de intermediarios como periódicos, televisiones o radios. En las pasadas elecciones generales de 2011, un 15% del electorado cambió su voto a lo largo de la campaña.
En cualquier caso, todo apunta a que la ventaja estratégica que ha disfrutado el PP en los últimos ciclos electorales podría estar llegando a su final. Ahora Rajoy deberá decidir si ajusta su programa y su mensaje a los nuevos desafíos que asoman por su flanco derecho, o si por el contrario prefiere mantener el centro político frente a los ataques del PSOE y de UPyD. Del mismo modo, los socialistas se enfrentan al dilema de pelear por ese mismo centro o defender el espacio a su izquierda, ahora que se hace cada vez más difícil apelar al “voto útil” del electorado de IU.